En su segunda visita a la temporada de la Orquesta Sinfónica de Galicia, Juanjo Mena planteó un programa con una línea conductora clara y definida, algo que raramente sucede y es de agradecer, más aún si se trata de gran música británica. Independientemente de afinidades personales, los compositores británicos son una garantía de riqueza melódica y de una capacidad única para evocar paisajes sonoros. Por si fuera poco, Mena es un especialista en este repertorio que conoce de primera mano de su etapa al frente de la BBC Philharmonic la cual, tal como nos contaba en su día, le permitió ampliar y crecer en un repertorio que ya tiene plenamente interiorizado.

Juanjo Mena al frente de la OSG en el concierto en el Auditorio Miguel Delibes
© Orquesta Sinfónica de Galicia

La obertura de Scapino fue un aperitivo, intenso y fugaz, ideal para el lucimiento de músicos y director. Hubo energía y precisión, deslumbrándonos la OSG desde la exposición del recurrente tema principal. Aunque fue una recreación vertiginosa, los contrastes de tempo y dinámicas fueron acentuados por Mena con naturalidad, realzando los destellos líricos y haciendo que la música fluyese de manera efectiva. Los aplausos resultaron injustamente breves, únicamente justificados por las ansias de ver en acción al esperadísimo James Ehnes, uno de los violinistas más sólidos y reputados de la actualidad. Ehnes traía consigo uno de los grandes del siglo XX, el Concierto de Britten y venía acompañado de su Stradivarius Marsick, del cual cuenta que se obsesionó durante años hasta lo indecible, para finalmente poder hacerlo suyo. Y con cuánta razón, pues escuchando su maravilloso sonido, uno sólo puede pensar que este instrumento no puede estar en mejores manos que en las de un intérprete tan refinado. Tras habernos deslumbrado con su sonido cálido y penetrante en la Philharmonie de Berlín hace unos meses, tenía curiosidad por saber cómo se enfrentaría a la acústica del Palacio de la Ópera, y ciertamente salió perfectamente parado del reto. El sonido que Ehnes extrae de su instrumento, en apariencia sin forzar técnicamente, es asombroso.

James Ehnes y Juanjo Mena en el concierto que tuvo lugar en Valladolid
© Orquesta Sinfónica de Galicia

La concepción de Mena del primer movimiento fue algo atípica, con un Moderato menos evocador de lo habitual y un Agitato frenético. No fue problema para que Ehnes integrase la voz del solista con naturalidad, exhibiendo un fluido legato y unos milagrosos pianissimi, muy especialmente en la transición al Tempo primo y el microscópico morendo. Máximo contraste con la mordacidad desplegada en los pasajes de bravura del shostakovichiano Vivace. En él, la OSG realzó con precisión las aristas de esta música, erigiendo un clímax sobrecogedor, lúcidamente dimensionado por Mena. Tras él, la cadencia estratosférica dio paso a la Passacaglia. En su imponente arranque brillaron cuerdas y maderas de la OSG y muy especialmente el elegíaco solo de trompeta del flamante nuevo principal, Manuel Fernández. Sus compañeros brillaron en conjunto, muy especialmente en la explosiva sexta variación. Para cerrar el milagro, la obra concluyó con el sensual vibrato y el aterciopelado sonido de Ehnes, realzados por el respetuoso silencio del público.

De la Primera sinfonía de Elgar, en una noche memorable de la OSG, hace ya quince años, James Judd nos mostró el inmenso potencial de esta majestuosa obra. No son pocos los retos que plantea al director, muy especialmente el primer movimiento, un torrente de estados emocionales, desde la introspección y la melancolía hasta la alegría y la euforia, en el que éste debe guiar a los músicos para que haya un balance adecuado entre las secciones y para que las continuas transiciones sean fluidas y naturales. No me convenció plenamente la forma en la que Mena resolvió esta endiablada dialéctica, resultado el discurso en algunos momentos episódico. Afortunadamente, el resto de la interpretación de la sinfonía fue modélica, pudiendo disfrutar de un sobrecogedor Allegro molto, un memorable Adagio, arrebatador en sus dos momentos climáticos, rebosantes de elegancia. Fue igualmente clarividente el Allegro final con su gran momento de gloria, el Grandioso, una de las músicas más evocadoras y reconfortantes nunca compuesta, recreado con fervor por músicos y director. ¡Qué más se puede pedir!

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